Óleo de Eugenio Lucas Velázquez, «Condenados por la Inquisición» ca. 1833-1866. Tomado de Wikimedia Commons. Dominio público.
Tomado del artículo, «No he de creer y no no he de obedecer: Disidencia religiosa en el México colonial y el proceso de fe fray Alberto Enríquez en el siglo XVII», de Carlos Rubén Ruiz Medrano y mAría de Jesús Llovera Torres, en Revista Historia Social, No. 108 (2024). https://recyt.fecyt.es/index.php/HistoriaSocial
Introducción
Desde el año de 1571, cuando se estableció formalmente el Tribunal del Santo Oficio en la Nueva España con una amplia potestad sobre la jurisdicción territorial que componía la Audiencia de México, es notable apreciar que, de igual forma, cristalizó y se impuso sobre diversos sectores sociales novohispanos, y bajo un corpus jurídico específico, lo que Nathan Wachtel denomina como “la lógica implacable” del autoritarismo, la vigilancia y la persecución institucionalizada sobre todo resquicio de pensamiento o representación que subvirtiera la ortodoxia religiosa o desvirtuara los pilares primigenios que sostenían el armazón ideológico del poder colonial; todo ello, y bajo un régimen imperial con rasgos ecuménicos, y sujeto a inextricables y férreos lazos con la esfera religiosa, ciertamente parecieron acentuar el aplastante despliegue de poder por parte esta institución de control ideológico.
En todo caso, y si bien es cierto que la Inquisición novohispana pronto adquirió las mismas características osificadas y burocratizadas que permeaban las casuísticas instituciones coloniales desarrolladas a lo largo de los siglos XVII y XVIII, no lo es menos, que buena parte de los funcionarios que ocupaban los más altos cargos del Santo Oficio, como los comisarios, fiscales y familiares, también fueron desarrollando una sofisticada capacidad para clasificar bajo esquemas casi científicos el pensamiento disidente, las supersticiones, las desviaciones de la fe y otras prácticas heterodoxas que paulatinamente emergía al interior de la sociedad corporativa colonial mexicana; pero igualmente, un notable aptitud para identificar, perseguir y castigar bajo esquemas preestablecidos y estandarizados toda expresión o manifestación disidente o antitética a las representaciones ortodoxas. Un entrenamiento que se cimentaba en la llamada “fase de expansión inquisitorial”, cuando las redes de los tribunales españoles alcanzaron la cifra de 10,000 a 15,000 miembros. Evidentemente, y a pesar de que la realidad novohispana, tenía diversas particularidades y estaba compuesta por un menor número de funcionarios en relación a la vastedad de los territorios sujetos a la potestad de los tribunales del Santo Oficio, esta estructura de persecución y control ideológico no careció de un amplio armazón de apoyo institucional representado por los diversos comisarios (la mayor parte de ellos honoríficos), cuya desempeño, errático y poco ajustado a las normas, no fue óbice para que desempeñaran sus funciones con una notable eficacia y celo, todos ellos apoyados por una densa red social de informantes y anónimos delatores.
Empero, y a pesar de que la Inquisición fue sumamente activa para estigmatizar de manera precisa a aquellos que trasgredían las normas y representaciones religiosas sancionadas por el clero, esto no impidió, como señala Dale Shuger, que se desarrollaran nuevas esquemas teóricos y conceptos para expresar de manera mucho más flexible y menos restrictiva la experiencia religiosa; un fenómeno complejo probablemente estimulado frente al exacerbado misticismo religioso propio del espíritu de la Contrarreforma; pero que igualmente trababa nexos con el fervor de la vida religiosa española, y que necesariamente habría de generar otras adaptaciones del “modelo oficial de Santidad”. Más notable, es apreciar que algunos de estos sospechosos herejes, lejos de acudir de manera directa a la experiencia mística y que parecía ser fácilmente descartable como superchería, “errores” e incluso una “impostura espiritual” por los inquisidores, por el contrario, elaboraron complejas argumentaciones escolásticas de carácter letrado y filosófico, capaces de cuestionar los sentidos unívocos y restringidos a través de los cuales los cánones oficiales parecían ceñir la vida religiosa y el conocimiento, profundamente íntimo, de “la luz subrenatural”. Estas representaciones ciertamente mostraron sentidos y filiaciones diversas, y si bien es casi imposible rastrear las fuentes de las que abrevaban, desde nuestro punto de vista resultan relevantes, porque obligan a reflexionar en torno a la naturaleza híbrida y pluriforme de la disidencia religiosa en el complejo ámbito del mundo colonial novohispano, y su capacidad de reelaborar y modificar la tesitura -aún en las sombrías mazmorras del Santo Oficio de la Ciudad de México-, los significados más sacrosantos del discurso religioso oficial. En efecto; al observar los sentidos profundamente heteróclitos que surgían de estas representaciones, discursos, prácticas e imaginarios, contenidos en los expedientes inquisitoriales, se advierte que, lejos de constituir episodios anecdóticos y trágicos que reforzarían la “leyenda negra” en torno a la Inquisición; por el contrario, brindan un canal privilegiado para adentrarse la historia de las ideas y el pensamiento religioso disidente en el Nuevo Mundo; no sólo reflejarían la existencia de profanos y místicos movimientos intelectuales subterráneos -agrupados por los inquisidores bajo la ambigua categoría de iluminados-, sino también, la emergencia de nuevos paradigmas culturales a través de los cuales diversos individuos -con un bagaje religioso e intelectual notable-, articularon diversos puntos de discrepancia y rechazo con la esfera religiosa oficial. Y la presencia de distintos argumentos de carácter teológico que incorporaron estos “iluminados, calvinistas, desengañados, herejes, protervos y falsos creyentes”, y -más notable-, judaizantes que habían apostatado de la fe de sus ancestros, a sus complejas disquisiciones, en última instancia, les permitieron desarrollar ideas mucho más sutiles, radicales y contrasistémicas con las cuales reafirmar sus creencias, y sobrellevar y capear las opresivas estructuras de control ideológico de una institución que, como señala Nathal Watchel, “supo inspirar el miedo”. Pero también, construir desde el estrecho ámbito de la clandestinidad, otras visiones místicas del mundo, mucho más flexibles y libres de los sacramentos oficiales, y de la propia Iglesia Católica y sus representantes.
Francisco Rizi, «Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid», 1614-1685. Óleo sobre tela. Tomado de Wikimedia Commons. Dominio público.
Esta serie de factores no deben obviar la segunda parte de esta ecuación vinculante: los imaginarios clandestinos, practicas y representaciones disidentes presentes en el pensamiento heterodoxo -si bien permiten advertir la emergencia de diversos estratos culturales que dotaban de un singular cariz ideológico y subversivo la praxis religiosa-, de igual forma, fueron moldeados por la constante persecución a la que fueron objeto, lo que aunado al estigma social que la Inquisición imprimió de inmediato a estos “pertinaces” individuos, hizo que fueran asimilados en la abrumadora categoría de actos e ideas criminales, y sujetas “al paradero de las penas del infierno”, y donde “seguramente habrían de parar” sus practicantes.
Es evidente, por tanto, que el franco escepticismo y la honestidad intelectual -como se verá más adelante-, que llevaba a algunos de estos oscuros disidentes a polemizar con los funcionarios de la Inquisición, junto con la negación de los gestos estereotipados que marcaban todo acto sacramental, fueron consideradas verdaderas manifestaciones subversivas y potencialmente dañinas. Concebidas como “errores” y “falsas creencias” capaces de propagarse como una infección a lo largo del organismo social, no sólo despojaban de sus sentidos y significados los ritos religiosos oficiales, sino que también erosionaban su propia validez y, con ello, la posición de los interpretes oficiales de la Iglesia.
Cornelis Martinus Vermeulen, «Man Condemned for Heresy who Accused Himself Before he was Judged». 1668. Ilustración. Tomado de Wikimedia Commons. Dominio Público.
En su mayor parte, estos casos fueron cuidadosamente analizados por el Santo Oficio, y es imposible sustraerse de la idea (particularmente al leer los largos expedientes), que los calificadores y jueces del Santo Oficio tendían a considerar estos procesos con un mayor discernimiento analítico, llevando a cabo numerosos interrogatorios que tomaban la forma de amplios debates teológicos destinados a salvaguarda la ortodoxia y la fe, y corregir mediante la confesión a sus “protervos” postulantes. Y uno de ellos, fue precisamente fray Alberto Enríquez, alias Francisco Manuel de Quadros.
Desde el año de 1571, cuando se estableció formalmente el Tribunal del Santo Oficio en la Nueva España con una amplia potestad sobre la jurisdicción territorial que componía la Audiencia de México, es notable apreciar que, de igual forma, cristalizó y se impuso sobre diversos sectores sociales novohispanos, y bajo un corpus jurídico específico, lo que Nathan Wachtel denomina como “la lógica implacable” del autoritarismo, la vigilancia y la persecución institucionalizada sobre todo resquicio de pensamiento o representación que subvirtiera la ortodoxia religiosa o desvirtuara los pilares primigenios que sostenían el armazón ideológico del poder colonial; todo ello, y bajo un régimen imperial con rasgos ecuménicos, y sujeto a inextricables y férreos lazos con la esfera religiosa, ciertamente parecieron acentuar el aplastante despliegue de poder por parte esta institución de control ideológico.
En todo caso, y si bien es cierto que la Inquisición novohispana pronto adquirió las mismas características osificadas y burocratizadas que permeaban las casuísticas instituciones coloniales desarrolladas a lo largo de los siglos XVII y XVIII, no lo es menos, que buena parte de los funcionarios que ocupaban los más altos cargos del Santo Oficio, como los comisarios, fiscales y familiares, también fueron desarrollando una sofisticada capacidad para clasificar bajo esquemas casi científicos el pensamiento disidente, las supersticiones, las desviaciones de la fe y otras prácticas heterodoxas que paulatinamente emergía al interior de la sociedad corporativa colonial mexicana; pero igualmente, un notable aptitud para identificar, perseguir y castigar bajo esquemas preestablecidos y estandarizados toda expresión o manifestación disidente o antitética a las representaciones ortodoxas. Un entrenamiento que se cimentaba en la llamada “fase de expansión inquisitorial”, cuando las redes de los tribunales españoles alcanzaron la cifra de 10,000 a 15,000 miembros. Evidentemente, y a pesar de que la realidad novohispana, tenía diversas particularidades y estaba compuesta por un menor número de funcionarios en relación a la vastedad de los territorios sujetos a la potestad de los tribunales del Santo Oficio, esta estructura de persecución y control ideológico no careció de un amplio armazón de apoyo institucional representado por los diversos comisarios (la mayor parte de ellos honoríficos), cuya desempeño, errático y poco ajustado a las normas, no fue óbice para que desempeñaran sus funciones con una notable eficacia y celo, todos ellos apoyados por una densa red social de informantes y anónimos delatores.
Empero, y a pesar de que la Inquisición fue sumamente activa para estigmatizar de manera precisa a aquellos que trasgredían las normas y representaciones religiosas sancionadas por el clero, esto no impidió, como señala Dale Shuger, que se desarrollaran nuevas esquemas teóricos y conceptos para expresar de manera mucho más flexible y menos restrictiva la experiencia religiosa; un fenómeno complejo probablemente estimulado frente al exacerbado misticismo religioso propio del espíritu de la Contrarreforma; pero que igualmente trababa nexos con el fervor de la vida religiosa española, y que necesariamente habría de generar otras adaptaciones del “modelo oficial de Santidad”. Más notable, es apreciar que algunos de estos sospechosos herejes, lejos de acudir de manera directa a la experiencia mística y que parecía ser fácilmente descartable como superchería, “errores” e incluso una “impostura espiritual” por los inquisidores, por el contrario, elaboraron complejas argumentaciones escolásticas de carácter letrado y filosófico, capaces de cuestionar los sentidos unívocos y restringidos a través de los cuales los cánones oficiales parecían ceñir la vida religiosa y el conocimiento, profundamente íntimo, de “la luz subrenatural”. Estas representaciones ciertamente mostraron sentidos y filiaciones diversas, y si bien es casi imposible rastrear las fuentes de las que abrevaban, desde nuestro punto de vista resultan relevantes, porque obligan a reflexionar en torno a la naturaleza híbrida y pluriforme de la disidencia religiosa en el complejo ámbito del mundo colonial novohispano, y su capacidad de reelaborar y modificar la tesitura -aún en las sombrías mazmorras del Santo Oficio de la Ciudad de México-, los significados más sacrosantos del discurso religioso oficial.
Francisco de Goya, «Tribunal de la Inquisición», óleo sobre tela. Tomado de Wikimedia Commons. Dominion público.
En efecto; al observar los sentidos profundamente heteróclitos que surgían de estas representaciones, discursos, prácticas e imaginarios, contenidos en los expedientes inquisitoriales, se advierte que, lejos de constituir episodios anecdóticos y trágicos que reforzarían la “leyenda negra” en torno a la Inquisición; por el contrario, brindan un canal privilegiado para adentrarse la historia de las ideas y el pensamiento religioso disidente en el Nuevo Mundo; no sólo reflejarían la existencia de profanos y místicos movimientos intelectuales subterráneos -agrupados por los inquisidores bajo la ambigua categoría de iluminados-, sino también, la emergencia de nuevos paradigmas culturales a través de los cuales diversos individuos -con un bagaje religioso e intelectual notable-, articularon diversos puntos de discrepancia y rechazo con la esfera religiosa oficial. Y la presencia de distintos argumentos de carácter teológico que incorporaron estos “iluminados, calvinistas, desengañados, herejes, protervos y falsos creyentes”, y -más notable-, judaizantes que habían apostatado de la fe de sus ancestros, a sus complejas disquisiciones, en última instancia, les permitieron desarrollar ideas mucho más sutiles, radicales y contrasistémicas con las cuales reafirmar sus creencias, y sobrellevar y capear las opresivas estructuras de control ideológico de una institución que, como señala Nathal Watchel, “supo inspirar el miedo”. Pero también, construir desde el estrecho ámbito de la clandestinidad, otras visiones místicas del mundo, mucho más flexibles y libres de los sacramentos oficiales, y de la propia Iglesia Católica y sus representantes.
Cornelis Martinus Vermeulen, «Man to be burned on the stake as an heretic». ca. 1654-1708. Tomado de Wikimedia Commons. Dominio Público. Al calce de la ilustración se señala un hombre que va a ser «brutalizado, arrestado por la Inquisición». El dolor de su rostro, refleja la angustia de los condenados por la Inquisición.
Esta serie de factores no deben obviar la segunda parte de esta ecuación vinculante: los imaginarios clandestinos, practicas y representaciones disidentes presentes en el pensamiento heterodoxo -si bien permiten advertir la emergencia de diversos estratos culturales que dotaban de un singular cariz ideológico y subversivo la praxis religiosa-, de igual forma, fueron moldeados por la constante persecución a la que fueron objeto, lo que aunado al estigma social que la Inquisición imprimió de inmediato a estos “pertinaces” individuos, hizo que fueran asimilados en la abrumadora categoría de actos e ideas criminales, y sujetas “al paradero de las penas del infierno”, y donde “seguramente habrían de parar” sus practicantes.
Es evidente, por tanto, que el franco escepticismo y la honestidad intelectual -como se verá más adelante-, que llevaba a algunos de estos oscuros disidentes a polemizar con los funcionarios de la Inquisición, junto con la negación de los gestos estereotipados que marcaban todo acto sacramental, fueron consideradas verdaderas manifestaciones subversivas y potencialmente dañinas. Concebidas como “errores” y “falsas creencias” capaces de propagarse como una infección a lo largo del organismo social, no sólo despojaban de sus sentidos y significados los ritos religiosos oficiales, sino que también erosionaban su propia validez y, con ello, la posición de los interpretes oficiales de la Iglesia.
En su mayor parte, estos casos fueron cuidadosamente analizados por el Santo Oficio, y es imposible sustraerse de la idea (particularmente al leer los largos expedientes), que los calificadores y jueces del Santo Oficio tendían a considerar estos procesos con un mayor discernimiento analítico, llevando a cabo numerosos interrogatorios que tomaban la forma de amplios debates teológicos destinados a salvaguarda la ortodoxia y la fe, y corregir mediante la confesión a sus “protervos” postulantes. Y uno de ellos, fue precisamente el portugués fray Alberto Enríquez, alias Francisco Manuel de Quadros.
Cornelis Martinus Vermeulen, «The Inquisition in Session in a Church.» ca. 1654-1708. Tomado de Wikimedia Commons. Dominio público. Ilustración.
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- Para leer más:
- Solange Alberro, Inquisición y sociedad en México, 1571- 1700, México, FCE, 1989.
- Richard Greenleaf, “The Mexican Inquisition and the Indians: Sources for Ethnohistorian”, en The Americas, Vol. 34, No. 3 (Jan., 1978), pp. 315-344.
- Nathan Wachtel, La lógica de las hogueras, México, Fondo de Cultura Económica, 2014.
- Bradford Bouley, “The Heart of Heresy: Medicine, and False Sanctity”, en Early Science and Medicine, Vol. 23, No. 1/2 (2018), pp. 34-52.
- Carlos Rubén Ruiz Medrano, Los rehusados. Poder, disidencia y heterodoxia en la Nueva España, México, El Colegio de San Luis, 2021.
- Dale Suhuger, “The Language of Mysticism and The Lenguage of Law in Early Modern Spain”, en Renaissanced Quarterly, Vol. 68, No. 3 (Fall 2015), pp. 932-956.
- Adrew Keitt, “Religious Enthusiasm, the Spanish Inquisition, and the Disenchanment of the World”, en Journal of History of the Ideas, Vol. 65, No. 2 (Apr., 2004), pp. 231-250.
- Antonio Rubial García, Profetisas y solitarios. Espacios y mensajes de una religión dirigida por ermitaños y beatas laicos en las ciudades de Nueva España, México, Universidad Autónoma de México/Fondo de Cultura Económica, 2006.
- Adrew Keitt, “The Miraculous Body of Evidence: Visionary Experience, Medical Discourse, and the Inquisition in Seventeenth-Century Spain”, en The Sixteenth Century Journal, Vol. 36, No. 1 (Spring, 2005), pp. 77-96.
- Dale Suhuger, “The Language of Mysticism and The Lenguage of Law in Early Modern Spain”, pp. 932-956.
- Lutz Kaelber, “Weavers into Heretics? The Social Organization of Early-Thirteenth-Century Catharism in Comparative Perspective, en Social Science History, Vol. 21, No. 1 (Spring, 1997), pp. 111-137.
- Karoline P. Cook, “Navigating Identities: The Case fo a Morisco Slave in Seventeenth-Century New Spain”, en The Americas, Vol. 65, No. 1 (Jul., 2008), pp. 63-79.